De momento en que me presto a esta misiva, he de ser,
primeramente, honesto. Honesto conmigo y para contigo, mi receptor. Honesto con
mis manos, con mis pensamientos, y mi cuerpo. Coherente, en suma. Después de
todo, esa es la única forma de verdad asible, humana y cierta.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde mi última carta? Es la
primera pregunta que asalta a mis pensamientos. Tú tampoco debes de recordar.
Luego del quiebre que provocaste en estos ojos, con tu partida, perdí toda
coordenada. Me hice agua con el agua, viento con el viento, hoja entre las
hojas. No supe del tiempo, del cambio de estaciones, ni de fechas esenciales.
Como si no existieran colores bajo el cielo, albas ni atardeceres. Colmado de
mí, pero vacío de ti.
Fue en esos tiempos en donde dejé de enviarte cartas; sin
duda. Había conocido la peor de las soledades. Ésa de la que habla María Luisa
Bombal en uno de sus cuentos, esa que solo se conoce cuando el cuerpo de la
persona amada yace a tu costado, impávido. Impertérrito a tu presencia, a tu
calor, que sin el suyo parece desvanecerse. Fue en esos tiempos en donde acabé
con mis misivas, insisto.
He debido reconstruir(me) mis días. He debido imprimir en
ellos el gesto vivo de mi presencia; el
rastro indubitado de mi voz. Asistirme de las risas, los elogios y de mi propia imagen. Fue un lugar seguro para un
corazón como el mío, por cierto.
He pensado en Sebastián, tu tatuaje. Lo quieras o no, en él está impreso nuestro
tiempo. Eso me alivia. Es una garantía, es mi título de propiedad sobre un pedazo
de tu historia. Es una huella innegable de mi paso en tu curso vital. Es vida,
decisión y pasado; lo que somos.
Hoy he vuelto, tanto en cuerpo como en letras; tanto en
brillo como en opacidad; tanto en verbo como en sustantivo. Y vuelve a
despuntar el alba, enhorabuena.
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