Mi bien amado: he de partir esta
misiva pidiéndote disculpas. Has de pensar que he sido un ingrato. De hecho, lo
he sido. El tiempo, sus inclemencias, mi agotamiento, y la incapacidad de
expresar de un modo genuino cada sentimiento. Sé bien que entiendes. Sin
embargo mis manos son inquietas, y ya reclamaban volver a desplegarse para ti.
Siempre dóciles, siempre tuyas más que mías.
El sol comienza a entibiar los
rincones de cada lugar. De cada espacio rendido ante los fríos inclementes del
invierno. Le imprime colores nuevos a la tarde. Tonos dorados. Brillos opacos.
Aíres de vida. Todo lo propio de la bendita primavera.
Han sido buenos días; tranquilos
y acallados. Como si fueran conscientes del efecto que tuvieron un año atrás
sobre un corazón sencillo como el mío. Del escenario diametralmente diferente
al que se enfrentan cuando observan mi rutina. Cotidianidad que no te incluye,
ni te excluye. Mañanas, tardes y noches que te dan por inexistente. Ha de resultarles confuso, quizá.
Con todo, debo confesarte que la paz me
produce cierta incomodidad. Una sensación, un juicio apresurado de la razón.
Una rebuscada intuición de que algo debe pasar. Supongo que no estoy
acostumbrado. Supongo que la vida tiene más formas de las que hasta este
momento había conocido.
Qué es de ti; qué es de esos planes irrisorios; de esas grandes expectativas y miedos correlativos. Habrás conocido un nuevo amor; un nuevo camino, o quizá una nueva forma de vivir. Espero, honestamente, seas más feliz de lo que fuiste en la pasada primavera.
Difícil, quizá.
Aquí me tienes, entre parajes
suaves, desolados, cálidos, y ansiosos. Recibe mis parabienes y uno de aquellos
besos que jamás otro hombre podrá darte con mayor intensidad; enhorabuena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario