sábado, 6 de julio de 2013

Misiva al cielo.

De momento en que me presto a esta misiva, he de ser, primeramente, honesto. Honesto conmigo y para contigo, mi receptor. Honesto con mis manos, con mis pensamientos, y mi cuerpo. Coherente, en suma. Después de todo, esa es la única forma de verdad asible, humana y cierta.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde mi última carta? Es la primera pregunta que asalta a mis pensamientos. Tú tampoco debes de recordar. Luego del quiebre que provocaste en estos ojos, con tu partida, perdí toda coordenada. Me hice agua con el agua, viento con el viento, hoja entre las hojas. No supe del tiempo, del cambio de estaciones, ni de fechas esenciales. Como si no existieran colores bajo el cielo, albas ni atardeceres. Colmado de mí, pero vacío de ti.

Fue en esos tiempos en donde dejé de enviarte cartas; sin duda. Había conocido la peor de las soledades. Ésa de la que habla María Luisa Bombal en uno de sus cuentos, esa que solo se conoce cuando el cuerpo de la persona amada yace a tu costado, impávido. Impertérrito a tu presencia, a tu calor, que sin el suyo parece desvanecerse. Fue en esos tiempos en donde acabé con mis misivas, insisto.

He debido reconstruir(me) mis días. He debido imprimir en ellos el gesto vivo de mi presencia;  el rastro indubitado de mi voz. Asistirme de las risas, los elogios y de mi  propia imagen. Fue un lugar seguro para un corazón como el mío, por cierto.

He pensado en Sebastián, tu tatuaje.  Lo quieras o no, en él está impreso nuestro tiempo. Eso me alivia. Es una garantía, es mi título de propiedad sobre un pedazo de tu historia. Es una huella innegable de mi paso en tu curso vital. Es vida, decisión y pasado; lo que somos.

Hoy he vuelto, tanto en cuerpo como en letras; tanto en brillo como en opacidad; tanto en verbo como en sustantivo. Y vuelve a despuntar el alba, enhorabuena.