martes, 1 de febrero de 2011

quiebre

El decadente paso de tus manos por mi cuerpo era el anuncio más claro y doloroso de la falta de afecto de tu persona hacia la mía, los minutos comenzaban a hacerse cada vez más largos y entre gemidos cada vez más escasos y fingidos buscaba tu mirada, en un intento estéril por reencontrarme con ese brillo de antaño, con la espontaneidad, con ese encandilamiento propio de quien se siente enamorado. Ya nada nos iba quedando, ni la libido era suficiente para encontrar a nuestros labios. Quizá las palabras comenzaban a ser necesarias, me decía a mis adentros, mientras tu cuerpo se erguía frente al mío, quizás un “no” era la llave para terminar con el calvario que significaba el no tener tu corazón en sincronía con el mío.

Necesitaba un haz de luz, un golpe de coraje, porque no tenía el valor de quitarte de ahí, porque bien sabía que no tan sólo te quitaría de mi cama, sino de mis días, irrevocablemente.

¿Era el momento prudente de hacerme un mea culpa? Bajo tu cuerpo sudoroso y firme, ¿debía arrepentirme y culparme por todo lo que había hecho para llegar a esta situación? La respuesta se aparecía tan clara frente a mí, se me enrostraba como una verdad inescindible y de haberlo hecho, de haberme martirizado en aquel instante jamás me lo hubiera perdonado.

Qué fácil resulta perdonar al resto en comparación al tiempo que toma perdonarse a sí mismo, al parecer tenemos mayores expectativas en nuestras propias decisiones pese a que algunas veces no debiera ser así.