martes, 18 de enero de 2011

pedazo de felicidad

Estaba tan defraudado, la vida pasaba a ser un paso doloroso y sin motivaciones. Las lagrimas le sabían tan insípidas, habían perdido todo atisbo de sabor y no le quedaba nada, absolutamente nada.
Luego de cruzar el umbral de su dormitorio, tomó el trago más amargo de la saliva que se encontraba estancada en su paladar, la sensación fue dolorosa. Secó sus lagrimas con agresividad, como queriendo infringirse un dolor del que se sentía merecedor. Luego, termino por atravesar la puerta de su casa y encender el inevitable cigarrillo de todo momento que se digna a ser obscuro.

Caminó sin destino aparente, se arrepentía de tanto en tanto en mitad de su camino y optaba por cambiar de ruta, quizás a modo de pedir una última oportunidad al esquivo y a esa altura, maldito azar. ¿Por qué? ¿En qué momento había terminado de ese modo? ¿Cuáles fueron las razones de su resolución? ¿Qué lo hacía huir sin vuelta atrás de su ciudad? Sin ser él, aún capaz de responder a las preguntas que resonaban en su mente, optó por comprar un pasaje de ida a lo que esperaba fuera su muerte silenciosa, privada, alejada del patetismo que implicaba su existencia actual. La soledad ya se había convertido en su compañera fiel, había logrado sentirse a gusto junto a ella, era el único lugar donde se sentía libre, alejado de los juicios y prejuicios que ya no tenía capacidad de tolerar.

En el transcurso a su destino logro conciliar un sueño, que de sueño tuvo poco, circuló en el límite de la inconsciencia, su corazón le daba más arrebatos de lo normal, iba con un pulso acelerado, muy disímil a su propia realidad.
Una vez en el mar eligió por sentarse en la orilla de esa playa que hasta hoy no ha conocido de olas tan grandes como las de de aquel domingo. Miró hacía el cielo, sabía que el momento había llegado inevitablemente, le temblaba todo el cuerpo como la señal más próxima de lo que implicaba resignarse a una verdad que el mismo había buscado.

Giró su cuerpo, pero sin mover sus pies los que se encontraban inmersos en la arena, y ahí – frente a él- estaba Andrés. Estaba su cuerpo, su espalda enjuta y su sonrisa sonsa. Traía dos bolsos consigo (de seguro insuficientes para cargar con todo lo que dejaban irrevocablemente) y un entusiasmo que bordeaba la imprudencia, fue precisamente esto último lo que terminó por convencerlo de que hacia lo correcto.

¿Estabas hace mucho? -preguntó Andrés- mientras se acomodaba al lado de Julio quien de inmediato contestó, no, sólo lo suficiente. ¿Estás seguro de todo esto? Sí, respondió Julio- sin vacilar ni pensarlo con algún grado de detención- sólo tú has sabido compartir mi soledad, contigo ya nada dolerá, ni el rechazo del mismo dios o de mi madre. Me cansé de la absurda clandestinidad, de lo inmoral que significa el extrañar tus manos y de lo idiota que es el no besarte cuando lo requiero. Hoy Andrés he decidido morir para los demás, sólo por ti y para ti.
Ambos sabían que ello no era garantía de nada, que las cosas podían arruinarse al poco andar, pero ya nada importaba, sólo deseaban compartir su pedazo de felicidad.