lunes, 26 de abril de 2010

distante placer (8)

Y no hay remedio, se dijo a sí mismo, mientras buscaba en sus recuerdos los atisbos de la paradisiaca vida que perdía poco a poco frente al ritmo indolente de la ciudad. Se encontraba más agotado que de costumbre y el sueño se le hacía escaso, deseado e idílico.

Luego de un rato se cansó de la autocompasión absurda, después de todo pensó: ¿quién no tiene ocupaciones?, ¿quién no tiene días malos?, ¿quién no se consume de manera irreversible ante la rutina? No era más que una tarde insignificante, una de tantas. Prendió un cigarrillo, abrió la ventana que a esa hora de la tarde regalaba una brisa deliciosa del otoño, intensa, abrumadora, colmada de romanticismo.

De lejos divisaba como el sol se prestaba pronto a dormir bajo el regazo de un mar sereno, que parecía conocerlo de hace tanto tiempo, testigo mudo de esas lagrimas que jamás pensaron ver el día, de las sonrisas que escapaban de sus manos, y de los sueños que aún esperan.

Cuando el cigarrillo acababa por consumirse, cerró los ojos, pensó en el aroma de un café, por algún momento sintió tenerlo dentro de su boca, rozando sutilmente sus labios ya entre abiertos. Es el momento perfecto pensó y sin esperar que el sol terminara por despedirse corrió por su departamento, bajó rápido o al menos lo intentaba, buscó aquel capuchino vainilla que había resucitado sus sentidos, se sentó en una banca cualquiera, como quien no esperaba nada ni a nadie y bebió con la felicidad de quien lo tiene todo.