Cada vez que viajo en bus parece que volviera a ver tus ojos
insistentes, por eso siempre escojo la ventana, tal como aquel día, y miro al
frente en busca de tu reflejo; de tu
perfil perdido entre el paisaje, de tu profusa barba y de tus labios arqueados.
Un día ordinario, uno más de la vorágine, una mañana diluida entre mis labores,
así fue ese primer día. Sin embargo, todo tiene su momento bajo el cielo, y yo, sin ser dueño del todo ni la parte de
cada cosa y su lugar, debía conocerte. Debía cruzar el hilo que comenzó a colgar
entre nuestros cuerpos, responder a tu llamado, y a mi necesidad.
Un primer café, una tarde fría, un invierno por antonomasia
y tu rostro desafiando al mío, expectante. Una primera conversación bajo la
luna destemplada. Frío, desamparo, carne y deseo. Tú, buscando en mis
expresiones la respuesta. Yo, ensimismado en no perder el control, desafiando a
mi naturaleza. Me diste un abrazo inesperado, para luego ser embestido por tu
boca, tu boca furibunda, heroica y
adictiva.
Así caí, profundo y
sin garantías, como la existencia misma. Conquistaste cada rincón de
resistencia, cada pedazo de hostilidad, todo intento de anarquía y rebelión. Mi
cuerpo no es sino el ejemplo de la victoria, del terreno fértil en donde se
emplaza tu reinado. Te reclamo responsable de mis pensamientos, de las
emociones que se alzan hacía el cielo, del brillo de mi piel, de lo oscuro de
mis ojos y del calor que emana de mi vientre.
¿Sabes? Jamás pensé
que acceder al universo estaba tras el roce de dos manos, tras el beso de dos
bocas, o tras una noche persistente.
Te quiero, una y mil veces.