Las palabras afloraron secas de su boca, como si la muerte
habitara las paredes de su cuerpo. Fueron como espinas. Se clavaban en mi pecho
tan rápido como nacían, resueltas e inclementes. La escena resultaba macabra.
Limitaba su campo de visión al suelo, como si en sus pies se hallaran certezas
que en su cabeza ya no estaban. Yo, por
mi parte, recogía las imágenes de su sonrisa. Los pedazos de vitalidad que
guardaba en mi memoria. Fue como quitar flores de un jardín. Prendí un
cigarrillo, el segundo. Tomé mi cabeza con las manos y lloré. Eran lágrimas
prudentes; acalladas por el ruido de los autos y los gritos de un niño a la
distancia. De pronto, posó una de sus manos en mi espalda. Sentí el patetismo.
Volteé mi cabeza y lo miré. Jamás olvidaré esa última mirada. Era de vergüenza.
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