jueves, 1 de septiembre de 2011

me pertenezco.

Me miro en el espejo, juzgo mi rostro, las facciones endurecidas con el paso de los años, mi cabello dócil, tan dócil que parece muerto, sin la rebeldía propia de su juventud. Luego, mis ojos (ajenos al todo de mi cuerpo) recorren los surcos de mi vientre, sus rincones y los rastros de una vida sedentaria.

Toco mis piernas y me invade un inusitado escalofrío, rozo mis nalgas con la punta de mis dedos, de principio a fin, brindándome una repentina excitación. Poso una de mis manos en mi cuello y la froto intensa y de modo circular, presionando a las clavículas y la cuenca que se forma bajo mi manzana. La otra mano, está perdida entre mis genitales, frota la parte inferior de mi ano, recorre los parajes que lo unen con mi pene y me termino masturbando en un vaivén profundo, cálido, húmedo y fugaz.

Mi mente está perdida, si hace un minuto pensaba en la desdicha de una rutina inexorable, ahora sólo sabe de deseo, se regocija al saberme vivo, encrespado en el calor que emana de mi cuerpo.

El morbo se alimenta de mis gemidos a cada instante más urgentes, mis oídos gozan por sí solos de los sonidos que desvergonzadamente emito y que rebotan por el cuarto. de pronto, el cosquilleo inicial se transforma en un torrente que entibia y encurva mis extremos; Cual agua en punto de ebullición, mi cuerpo todo se torna rojo y sudoroso; y una vez en libertad, dejo escapar un final desmedido, agobiado de lujuria, colmado de vida y juventud.


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